viernes, 25 de marzo de 2011

Reseña de Red Riding Hood

En el más reciente ejemplo del fenómeno que podría servir de tema de desarrollo para una tesis titulada “La influencia de Twilight en el cine contemporáneo”, hoy llega a nuestras salas Red Riding Hood, película claramente derivada de la fórmula que transformó a esa franquicia de jóvenes vampiros y licántropos con abdominales de acero en un éxito generacional. Tanto así, que hasta se contrató a Catherine Hardwicke, directora de la primera entrega de la saga de Twilight, para liderar este proyecto.

Desde que las primeras imágenes aparecen en pantalla, es evidente que los próximos 100 minutos serán una experiencia agobiante: la cámara sobrevuela un espeso bosque montañoso del cual sobresalen castillos, poblados, cascadas y molinos diseñados por gráficas computadorizadas que parece fueron dejadas sin completar por un técnico que renunció. Mejores creaciones digitales se han visto en un sinnúmero de videojuegos. Y sí los efectos son tan malos, ¿qué se puede esperar del resto?

La secuencia culmina en una pequeña aldea –que luce tan auténtica como uno de esos pabellones en Epcot Center- donde pasaremos el resto del filme preguntándonos si alguien leyó este terrible guión antes de aprobar su producción. Se escucha la voz de una narradora que explica cómo este lugar lleva dos generaciones siendo aterrorizado por un lobo feroz. La voz, descubrimos, es la de Amanda Seyfried, quien será la “Caperucita” de esta adaptación del antiguo cuento hecho famoso por los hermanos Grimm. Los pobres… se deben estar revolcando.

La joven vive enamorada de un leñador –encarnado por Shiloh Fernández- pero su mano fue prometida por sus padres el chico rico del poblado (Max Irons), y con esto se introduce desde el principio el trilladísimo concepto del triángulo amoroso en el pésimo guión de David Johnson. ¿A quién elegirá? La decisión está difícil. Cuál de los dos es el peor actor. Ni siquiera Seyfried se proyecta bien en el rol, con un trabajo que dista mucho de sus mejores papeles en Jennifer’s Body y Chloe.

Cuando no está perdiendo el tiempo con el triángulo amoroso, la cinta se dedica a solucionar el problema con la bestia, que resulta no es un animal sino una persona transformada en lobo. El libreto hace varias ridículas e inconsecuentes referencias directas al cuento (“para comerte mejor…”) antes de revelar la identidad del lobo en el acto final. La resolución llega en una de esas típicas secuencias sacadas de Scooby Doo en la que por medio de flashbacks se le explica al espectador el misterio de todo lo que acaba de ver. La satisfacción es nula. Las risas pueden ser muchas.

Hardwicke le da un tratamiento estilo MTV a esta historia de época. La trama se desarrolla en la era medieval pero su música es moderna y los personajes se expresan como protagonistas de Jersey Shore. Quién único se esfuerza por dar una interpretación a tono con el tiempo y espacio del argumento es Gary Oldman, como el clérigo cazador de lobos, pero incluso él no es convincente. Y cuando Oldman no puede ser creíble como antagonista en una película, lo demás no tiene salvación.

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